Consanguinidad
Decisiones no compartidas
Hablar me hace bien
Kis Can
La belleza del lugar
La derrama
La matanaza
La venganza de Eva
Mensajes
Mutación sedentaria
Otros tiempos
Sesión continua
Suelta el humo y tira el cigarrillo bajo el chorro del grifo. Se acerca a la habitación para besar la frente de su nieto, lo hace despacio para que no se despierte. Descuelga el crucifijo de la pared, saca su Biblia del primer cajón de la mesilla y una botellita con forma de virgen con agua de Fátima y se lo lleva todo al baño. Lee de nuevo el mensaje escrito con sangre en el espejo y entra en la bañera rebosante. «Prepárate, Satanás», susurran sus arrugados labios antes de sumergir la tostadora enchufada en el agua para poner rumbo al infierno.
Al entrar en casa se percata de que se ha ido la luz. Eso explica por qué su padre no atendía al telefonillo. Corre al dormitorio y toma a su hijo en brazos. «Papá, me llevo a Luisito». Sin esperar respuesta se marcha maldiciendo los despistes del viejo. Esa misma mañana le ha escrito con pintalabios en el espejo del baño: «Esta noche vendré a por tu nieto». Ya no sabe qué demonios hacer con él.
Decisiones no compartidas
El hombre se situó ante el espejo con el arma cargada en la mano derecha. Su rostro evidenciaba los estragos de un intenso sufrimiento emocional, algo que se reflejaba sobre todo en sus ojos, que parecían arrastrar una pena de un millón de toneladas. Clavó la mirada en su reflejo y las lágrimas comenzaron a fluir. Ya no podía más. No había solución para él. Lo único que quedaba era quitarse de en medio. Alzó la mano con la pistola y su doble en el espejo hizo lo mismo. Apretó el cañón contra la sien sin poder evitar un creciente temblor. Cerró los ojos e inspiró con fuerza, para transmitirse tranquilidad, para infundirse valor. Los abrió al cabo de unos segundos y cuando
lo hizo mostró una mirada calmada y resuelta. Tensó el dedo sobre el gatillo y lo apretó. La bala penetró en su cráneo y cayó muerto al suelo de inmediato. Pero su imagen en el espejo se mantuvo en pie. Su dedo no se veía apretando el gatillo. Era evidente que no lo había hecho.
—No todos queremos morir —dijo antes de bajar la pistola y darse media vuelta.
No puedo dormir.
Me he acostado temprano y, superado el primer sopor, no he vuelto a conciliar el sueño. Estoy así desde lo de Laura.
Me he levantado.
Mi madre está sentada en el sillón, leyendo.
—Hola.
— ¿Otra vez con insomnio, hijo?
No contesto. Me siento en el sofá. Suspiro.
— ¿Tú no te acuestas?
—Pensé que igual querrías hablar…
— Ya no sé ni lo que quiero. Estoy cansado. Cuando duermo, sueño con ella. Y cuando estoy despierto…
—Claro, hijo.
—Todavía no sé por qué me dejó.
—Ojalá lo supiera. Yo, claro, solo sé lo que tú me cuentas.
Mi madre me mira significativamente. No sé por qué lo ha dicho. Quizá perciba algo que ni yo mismo sé; es una prerrogativa de las madres, según he oído.
—No hay nada más que contar.
Mi madre no habla mucho, y menos para llevarme la contraria. Ojalá me la llevase.
—Siempre me ha costado entender a las mujeres—dice de pronto.
Iba a reírme, pero creo que lo dice en serio.
— ¿Me preparas una tila, a ver si me da sueño?
— ¿Una tila? No seas tonto, hijo. Sabes perfectamente que no estoy aquí.
Kiss Can o perro besador: es una rara especie localizada en los bosques del estado de Montana. Este animal de pelaje
negro y ojos azules vive en manadas formadas por machos. Llegada la edad de apareamiento, se aleja para buscar
pareja; elige a una hembra joven, pues, más que una necesidad física, este espécimen debe perpetuar su linaje; el Kiss
Can lame continuamente a su hembra (de ahí su nombre) para ganar su confianza y para marcarla.
A diferencia de los hombres lobos, el Kiss Can es un perro salvaje que se transforma en hombre durante la fase de luna
llena; en este lapso, lleva a la hembra al bosque para preñarla; después de aproximadamente 8 semanas, esta da a luz a
la cría que siempre es un macho. Encargado de la seguridad de la cría, el Kiss Can, imposibilitado para salir a cazar,
toma a la hembra como alimento para él y su cachorro; tras unas semanas padre e hijo regresan a su manada.
Amanda cerró el libro y le quitó el seguro al rifle. Siempre le pareció extraño que ese enorme perro le siguiera a casa y se
apegara a ella en tan poco tiempo.
Me preocupaba alejarme tanto de la civilización… Me sentía vulnerable, y me inquietaba el silencio de los guías nativos, que se limitaban a abrirse camino por la espesura. Su habilidad en el uso del machete era alucinante, y no ayudaba a sentirme seguro. Pero justo entonces el follaje desapareció de golpe, y nos hallamos frente al hermoso semicírculo de una playa desierta.
– Todo extranjero que nos visita embellece este lugar- me dijeron, y aunque no entendí a qué se refería tuve que admitir que el paisaje era bellísimo. Las grandes piedras blancas, semienterradas formando filas, resplandecían al sol y tapizaban esa playa hasta donde alcanzaba la vista. Me explicaron que allí se había librado una antigua batalla contra invasores europeos, y me guiaron por un sendero hasta la orilla.
Me detuve a pasos del agua, y me fasciné con el rumor de las olas. Llené mis pulmones con aire de mar, y recién cuando le di la espalda al océano distinguí los cientos de pares de órbitas vacías… Y acepté que no eran piedras blancas.
Los nativos se limitaron a sonreírme en silencio, y comprendí, al cabo, cómo habría de embellecer el lugar.
Acqua alta
Lo peor de este edificio son los desagües, porque antes de desembocar en las alcantarillas inundan el sótano y hay que bajar a limpiarlo, pero ya estamos pagando la derrama para repararlo.
Mientras tanto, hemos establecido turnos estrictos, ya que ninguna empresa quiere venir. Y como cada vez somos menos inquilinos, cuando alguien se intenta librar de su turno lo lanzamos por la escalera y cerramos la puerta con llave.
Desde fuera oímos sus gritos, amortiguados por los chillidos agudos de las ratas. Al cabo de un rato todo acaba y abrimos la puerta para recoger sus restos. Es la única manera de que esos malditos bichos dejen de subir por las bajantes.
Nosotras somos una familia tradicional: celebramos todas las fiestas. Nada más que desciende el sol, encendemos la hoguera en la plaza. Unas cuantas se encargan de sujetarlos bien y otras les recogen el sangrado. Hay que darles vueltas para que no se coagulen. Luego se les chamusca y el hígado crudo se devora. Se les limpian las tripas y las más gordas se usan para hacer las morcillas y la sopa de sangre. Algunas les arrancan los chupetes y otras se pelean por la punta de la lengua.
Antes del amanecer, lo limpiamos todo.
Pseudónimo: James Sunderland
Dios expulsó a Eva del Paraíso a sabiendas de su inocencia y en compensación le concedió el don de la ciencia y la clarividencia. Hombres de todas las épocas intuyeron el talento científico femenino y las persiguieron, hostigaron, invisibilizaron y asesinaron durante siglos, pero Eva, condenada a vagar por el mundo hasta el final de los tiempos, ni del todo viva ni del todo muerta, apareció en 1665 en el jardín de un joven inquieto y le ofreció la misma manzana que ella nunca probó, que dejó caer ante sus pies, y que le llevaría al cálculo infinitesimal, la física moderna, la energía nuclear y finalmente a nuestra destrucción final.
Ese hombre se llamaba Issac Newton.
Alguien vive en los subsuelos del nuevo barrio del puerto.
Pasa de un edificio a otro a través de las napas del río.
Recorre las filas de restaurantes por debajo del malecón y a veces oculto en los huecos oye subir y bajar los ascensores.
Se alimenta de caramelos y barritas de cereales que los vecinos olvidan en los autos y escribe:
Lavame sucio en los parabrisas cubiertos de polvo.
Mi piel comenzó a adquirir un tono más oscuro. Fue algo gradual y no por partes específicas del cuerpo, por lo que tardé en reparar en ello. El médico lo achacó a la exposición al sol en mis vacaciones por Tasmania, pero cuando mis dedos empezaron a unirse desarrollando una membrana, supe que debía mantener en silencio mi mutación.
Dejé de salir de casa para evitar ser visto. Realizaba las compras online, pedía comida a domicilio, y en las tele-reuniones laborales usaba mascarilla fingiendo una cuarentena obligatoria. Inicialmente usaba una quirúrgica, pero cuando la protuberancia que emanaba de mi rostro tornó en un horrible pico achatado, tuve que adquirir una antigualla más propia de la peste negra, con lentes de vidrio y nariz cónica.
De entre todos los extraños animales que había en aquel refugio australiano, tuvo que morderme uno contagioso que me está convirtiendo en él.
No tengo ningún poder, ni ninguna habilidad especial. Emano un pequeño veneno no mortal con un espolón del tobillo, pero ¿Cómo voy a atacar a un delincuente con el tobillo? Soy un cincuentón gordo, no soy ágil en absoluto.
Tendré que permanecer oculto al mundo. Soy: el hombre ornitorrinco.
En la sexta planta de un bloque de apartamentos le provoqué el primer escalofrío a mi nuevo anfitrión, urgiéndole a entrar en su piso y cerrar con llave. Pero las cerraduras no son obstáculo para un fantasma y, tras echar un primer vistazo, supe que podría convertir aquel lugar en un estupendo piso encantado.
Siguiendo el protocolo, desplegué mi surtido repertorio: balanceé puertas, trasteé con las luces, moví los ojos de fotografías y cuadros, ululé desde los rincones e insinué mi siniestra sombra por las habitaciones. En su terror recurrió a toda clase de oraciones, amuletos y rituales. En vano.
Pero se resistía a abandonar su hogar, por lo que decidí aplicar una posesión rápida, lo justo para lanzar su cuerpo por el balcón. Monté una escena de película, con todos los clichés de terror imaginables, para descubrirlo oculto bajo las sábanas. Como dicta la norma, no pude hacerle ningún daño. Ni ese día ni los que le siguieron, pues desde entonces vive protegido bajo su sábana.
Soy demasiado orgulloso como para irme y él se ha acostumbrado a mi presencia. Ayer incluso me dejó una nota exigiendo que pague mi parte del alquiler. Cómo cambian los tiempos.
Cuando la mujer se arroja por el acantilado, el guía se vuelve hacia los turistas y continúa la narración entre suspiros, desmayos, miradas horrorizadas y gritos varios.
—Como les decía, fue su marido. Siempre son ellos. La engañó con otra mujer. Desde entonces, todos los días sin falta, llueva o, como hoy, haga un sol insoportable, sube a este acantilado por el camino que ven a su derecha y, sin más, sin pausa, salta. Se suicida. Cada dos horas.
—¿Por qué cada dos horas? —pregunta una mujer con la mano alzada.
—Es lo que tarda en subir de nuevo desde la orilla. Necesita un tiempo para recomponerse, claro.
—Pero, ¿está muerta entonces? —pregunta un hombre que cubre los ojos de su hija con ambas manos.
—Bueno, difícil pregunta —dice el guía, y sonríe—. Yo diría que a ratos si lo está, claro. Pero acompáñenme, por favor, y contemplemos desde la altura cómo los huesos se recolocan, cómo cicatrizan las heridas, cómo la sangre derramada se reabsorbe. Y después, cómo asciende por el camino hasta su posición original, en silencio, ajena a todo lo que le rodea, preparada para el siguiente pase.
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